Una conversación entre los profesores Luis Salamanca[1] y Diego Bautista Urbaneja[2]
El golpe de estado contra el presidente Isaías Medina Angarita, el 18 de octubre de 1945, indicaba la existencia de cambios políticos en las Fuerzas Armadas. De ahí en adelante, se observa un posicionamiento político de los jefes militares frente a la Junta Revolucionaria de gobierno, presidida por Rómulo Betancourt y de la cual eran parte.
Con esta introducción, el profesor Luis Salamanca da inicio a la entrevista a Diego Bautista Urbaneja, para ahondar en las siguientes preguntas:
Desde que Gómez remachó y culminó la labor iniciada por Castro, en cuanto a establecer unas Fuerzas Armadas Nacionales, disciplinadas y modernas, los militares han jugado diferentes papeles.
Con Gómez mismo, fueron el pilar de un régimen dictatorial y autocrático. Lo fueron incluso por diseño, pues el dictador y el autócrata ocupaba siempre el lugar cimero en aquellas estructura unitaria y disciplinaria. Luego, fueron el sostén de una década, la de 1936-1945, con grados crecientes de liberalización y democratización, así como de cada vez mayor profesionalización y tecnificación de las Fuerzas Armadas. Algunos analistas de nuestra historia política distinguen entre liberalización y democratización, a los efectos de sostener que la década aludida lo fue de liberalización, pero no de democratización.
Luego de esa década del 36 al 45, los militares son el sostén ambiguo y vacilante de ese ensayo democrático que antes referimos, hasta que las tensiones políticas acumuladas, así como su propia e insatisfecha idea del papel político que les correspondía jugar, los llevaron en 1948 a asumir directamente el poder, para constituirse a los pocos años, de nuevo, en el pilar de un régimen dictatorial y en este caso más corporativo que el de la anterior dictadura.
Es después de todas estas peripecias que los militares adoptan el rol de sostén de un régimen democrático, aceptando la sumisión al poder civil legítimo, jugando dentro de las reglas formales e informales que se establecen, participando en el sistema de reparto de la renta petrolera y cumpliendo de manera razonablemente eficiente sus labores de defensa de la soberanía y de cooperación en tareas de desarrollo que les pauta la Constitución de 1961.
Dos anotaciones a esta caracterización general:
La primera es que el cumplimiento de ese rol de sostén requirió de los militares el cumplimiento directo de tareas propias de su oficio, en el enfrentamiento armado a un movimiento subversivo formal respaldado por otro país.
La segunda, que los militares, en su participación positiva en el sostenimiento del régimen democrático de esas décadas, reclamaron un poder implícito decisorio y/o de veto sobre materias que consideraban de su competencia preferente: tales como cuestiones limítrofes, cuestiones relativas a la seguridad nacional, y cuestiones relativas a equipamiento y tecnificación militar.
Las consideraciones relativas al papel de los militares en los años posteriores de 1998 serán abordadas en las respuestas a otras de las preguntas. Pero con lo dicho ya se ve la diversidad de roles políticos que los militares han asumido, lo cual indica que no están ellos determinados por la naturaleza de su oficio a servir de apoyo a procesos democráticos o antidemocráticos. Su papel en tal sentido está condicionado por el contexto político en el que se inserta su actuación, que adquiere entonces el sentido que históricamente muestre en cada caso.
Aunque la pregunta no se refiere a ello, hay dos puntos adicionales que quisiere tocar, pues me parece que en ellos los militares sí han tendido a jugar un papel de mayor constancia. Por un lado, han sido un factor de modernización, al constituir una institución regida por una legalidad formal -racional, tendiente en principio a su cada vez mayor nivel técnico y profesional. No se me oculta el nivel de idealización presente en las afirmaciones precedentes, pero aún así las considero válidas. (También lo ocurrido con esto en los últimos años será objeto de consideraciones ulteriores).
El otro punto se refiere a que las Fuerzas Armadas han cumplido un rol de canal de movilización social, pues permite el ingreso de personas provenientes de diversos estratos sociales y de diversas proveniencias regionales, cosa que se observa a ojos vista en la composición de buena parte de su oficialidad.
No estoy muy seguro de que los militares hayan intervenido “tanto” en la vida política. Veamos el siglo XX. Como militares, no diría yo que “intervinieron” en tanto tales en la vida política, ni durante los años del régimen gomecista ni durante la década subsiguiente. Me luce más bien que eran el sostén silencioso y confiable de la situación política reinante, cuya actuación activa raramente era requerida. (De hecho, según ciertas versiones, uno de los motivos de la caída de Medina era la absoluta confianza que este tenía en los oficiales que precisamente estaban preparando su caída).
Luego vienen unos años (1945-1958) donde sí se produce, y en forma casi vertiginosa, una activa intervención militar en la vida política. Se producen cuatro intervenciones en ese periodo: 1945, 1948, 1952 y 1958.
Pero esto no obedece a una suerte de “vocación interventora” de los miliares, sino que tiene en cada ocasión causas específicas, como comentaremos más adelante.
La siguiente etapa es la de los treinta años de estabilidad democrática. Por el lado militar no se manifiesta ninguna inquietud significativa. Hay unos pocos episodios de tensión, debidos a cambios en algunos altos mandos militares, pero se solventan sin mayor dificultad.
Sin embargo, hacia finales de los ochenta se produce un confuso episodio nunca bien explicado, pero que tampoco pone en riesgo serio la estabilidad política. Es cierto que ya estaba en marcha, desde 1983, la conspiración que estallará en 1992, la que abordaremos también en su debido momento. En estas décadas, aparte de la acción antisubversiva ya mencionada, las Fuerzas Armadas como tales, tuvieron una acertada actuación profesional a propósito del incidente provocado por la fragata colombiana “Caldas”, actuación que estuvo ceñida a los cánones de unas Fueras Armadas sometidas al poder civil democrático.
Repasemos entonces muy someramente las décadas transcurridas. En los años de Gómez y luego los años de López y los primeros de Medina, los militares no tienen una intervención política digna de mención. Constituyen la institución más importante del país y sus jerarcas ocupan posiciones de poder y privilegio que están fuera de discusión. Carentes, como aquí suponemos, de una vocación “genética” en ese sentido, no tienen motivos llevar a cabo intervención alguna. Los presidentes o jefes máximos son tres generales, dos de ellos “empíricos” y el tercero, Medina, ya egresado de la Academia Militar.
Luego vienen los años turbulentos de las cuatro actuaciones. En cada una de ellas hay motivos discernibles. En la primera, la de 1945, un descontento corporativo debido a malas condiciones profesionales, combinado con una insatisfacción debida al carácter elitesco-gradualista del grupo gobernante que, en opinión de jóvenes y prestigiosos jóvenes oficiales, estaba muy por debajo de las posibilidades de desarrollo del país.
En la segunda, la de 1948, está presente un descontento corporativo, esta vez de distinto tipo, referido al papel que junto a los civiles aspiraban a jugar los militares en la conducción del país. Este descontento se suma al recelo producido en los círculos castrense por el clima de confrontación y división nacional que a juicio de los militares la práctica política estaba introduciendo en la sociedad.
Por su parte, la intervención de 1952 se debe al temor de que lo ocurrido en las elecciones de ese año revele el peligro de que vuelvan al poder los mismos que lo habían ejercido hasta 1948, a lo cual se suma el tener ya cuatro años en el gobierno y el consiguiente riesgo de perder el poder y sus prebendas.
Por último, en 1958, son varios los factores que concurren para una posible explicación de una actuación militar que a nuestros ojos no pareciera tener una causa dominante. Enumeremos una posible lista. Hay un descontento corporativo debido al entronizamiento de una cúpula militar-civil que luce como estrecha e inamovible. Además, el gobierno había tomado medidas contra prestigiosos oficiales de muy alto nivel, algo difícil de explicar como no sea a nivel micro, o precisamente como reacción represiva ante un posible descontento interno en las Fuerzas Armadas.
En este mismo plano, la relación entre el régimen y las Fuerzas Armadas se resquebraja un tanto, por una mayor presencia y actividad de vigilancia de la policía política, la Seguridad Nacional, en la institución militar. A ello se suma un torpe manejo político por parte de Pérez Jiménez y de la cúpula, que va distanciando del gobierno a sectores de importancia que habían sido hasta entonces valiosos apoyos, cosa de la que sectores militares seguramente tomaban nota. Luego está una posible percepción por parte de grupos militares de la perdida de respaldo civil del régimen, tanto de sectores significativos (siempre se pone como ejemplo a la Iglesia), que hablan cada vez en voz más alta, como del sector popular (cuyo apoyo en verdad parece que nunca tuvo en forma mayoritaria). Añadamos la posible difusión en círculos castrenses de ideas y eventos democráticos (caída de Perón, elecciones en Perú promovidas por el mismo gran amigo dilecto de Pérez Jiménez, el general Odría, la caída de Rojas Pinilla y el pacto de Sitges, indicios de que Washington está revisando sus cosas). Está el movimiento unificador de la oposición política al régimen. Y como posible catalizador de todo ello, la violación por el régimen de “su” propia Constitución, la de 1953, al no realizar las elecciones en ella prevista y reemplazarlas por un plebiscito que no estaba contemplado por ninguna parte.
Luego están las décadas de estabilidad democrática, donde no se aprecian intervencionismos militares del tipo que comentamos.
Así pues, en nuestra opinión, no hay una frecuente intervención militar en la política venezolana en el siglo XX, y la que hay no responde a una vocación o a una situación estructural cualquiera, sino a causas especificables de cada caso. A este respecto, terminemos diciendo que son numerosos los detalles que se pueden introducir para enriquecer los cuadros, así como los contra factuales que es posible imaginar.
Ciertamente que en los años de Gómez hay un par de intentos de conspiración de jóvenes militares de academia, que son dominados con facilidad (y crueldad). Los años del trienio están llenos de intentonas fallidas. También Pérez Jiménez enfrentó algunos intentos menores. Pero en general los militares engranaron en el orden político que logró hacerse vigente, mientras este atendió de modo aceptable sus intereses y aspiraciones.
Unas palabras sobre los conatos de conspiración militar contra Gómez. Se trata de dos intentos, en 1919 y 1928, de jóvenes oficiales que pensaban que su propia formación militar los llevaba a no aceptar que su institución estuviera al servicio de un dictador autócrata. Es en ese sentido un militarismo democrático. De acuerdo a lo que llevamos dicho, aunque nos parece moralmente ejemplar, no sostendríamos que por su naturaleza la formación militar lleve a las conclusiones a las que llegaron esos abnegados oficiales.
También merecen unas palabras apartes las participaciones militares en los intentos subversivos de Puerto Cabello y Carúpano, donde oficiales de izquierda junto con dirigentes del PCV y el MIR llevaron a cabo intentos de alzamiento. En este caso juzgamos que no se trata propiamente de un alzamiento militar, sino de unos intentos de subversión de carácter político-ideológico donde participan militares que comparten esas ideologías y que involucran en ellos a las guarniciones a su mando. Esos hechos fueron dominados militarmente, en el caso de Puerto Cabello al costo de muchas vidas de soldados, y no tuvieron el apoyo militar de ninguna otra guarnición.
En efecto, los militares aceptaron durante cuarenta años no ejercer el poder y someterse al poder civil democrático y al cumplimiento de la Constitución, en los términos antes señalados.
Sin embargo, un grupo de militares pensó que eso debía dejar de ser así, e intentó llegar al poder en 1992, mediante un golpe de Estado que fracasó, y fue derrotado por los mismos militares, prorrogándose por ocho años más, un gobierno democrático civil.
El más notorio personaje de ese grupo, llegó al poder por medios electorales, constitucionales y es desde entonces que se produce la vuelta de los militares al ejercicio del poder en la forma indirecta señalada en la pregunta, y en la cada vez más directa que se observa en nuestros días.
La conjetura central, no muy complicada, que al respecto tengo es la siguiente. Dada la naturaleza ideológica, confrontacional, nominalmente revolucionaria, explícitamente antinorteamericana y pro-cubana del régimen que se instaura en 1999, (y cuyas líneas en esos sentidos se van haciendo con el tiempo cada vez más claras) se hace necesaria, como garantía de permanencia y/o de supervivencia el contar con una fuerzas armadas cada vez más incondicionalmente comprometidas con el régimen en cuestión. Ello requiere, por un lado, de una tenaz e intensa labor de comprometimiento ideológico, de doctrina militar, de simbolismos, de organización, de control en las asignaciones de mando, y de vigilancia y control de los comportamientos de los oficiales. Pero por otro lado, requiere de una política de involucramiento y de otorgamiento de cuotas de poder y de oportunidades materiales a los sectores militares cuyo apoyo se considera crucial y que se recompensa de esa manera.
El sector militar ha de sentirse, y ser, cada vez más importante, y tanto más cuanto se perciba más amenazante el entorno, más en cuestión los resultados de la gestión del régimen, más inciertas las perspectivas del éxito de la “revolución”. Siendo que esas urgencias serán cada vez mayores, mayor tenderá a ser la presencia militar en el régimen, que será entonces cada vez más “militarista”. Nos parece que se trata de un militarismo que se va instaurando de hecho, por las razones y dinámicas apuntadas.
Allí está la explicación de esa vuelta al poder de los militares de la que habla la pregunta. Fue un proceso gradual, que se dispara con mayor velocidad luego de superadas las coyunturas críticas del 2002, 2003 y 2004, cuando Chávez gana la partida por el control de la dirección política de la Fuerza Armada Nacional.
Esto pudo tener plausibilidad mientras el líder del proceso tenía un respaldo popular mayoritario, la revolución parecía poder mostrar ciertos logros sociales, económicos e internacionales, y el proyecto político global parecía digno de ser apoyado, más allá de todos los negocios que tuvieran lugar por debajo de la mesa. Pero cuando, como empieza a verse a partir del 2012 y sobre todo a partir del fallecimiento de Chávez, todo eso se viene al suelo, este esquema muestra sus tendencias a la degeneración, y el reparto de cuotas de poder y riqueza se hace cada vez más al desnudo. Aun así esa presencia de los militares, tan abundante en los últimos años, es un puro hecho de poder y de enriquecimiento, privado de cualquier significado social o histórico que en otros momentos algunos creyeron que pudo tener.
Como se ve, mi conjetura apunta más a un asunto de práctica política y de aseguramiento del poder. Pero pudo insistir en la presencia de un elemento ideológico bolivariano-millitarista-revolucionario-antimperialista, como forma de comprometimiento de las Fuerzas Armadas y de transmitirle la convicción de ser protagonistas de un proceso histórico de mucha dignidad.
De todas maneras, como ya se dijo, tiendo a subsumir eso dentro del elenco de elementos que logran la aceptación por las Fuerzas Armadas del papel que se les asigna y la consiguiente lealtad al máximo líder del proceso, que bien sabrá recompensarla.
No sé si es necesario hablar de “modelos”.
Diría que entre 1958 y 1998 los militares participan, primero del consensualismo puntofijista (que en mi opinión llega hasta 1988, por ponerle fecha) y, luego de agotado aquel esquema, coopera en los años noventa, en los términos que le prescribe la Constitución, en el sostenimiento del esquema admitido como legítimo por la cultura política dominante. En ambos casos, juega un papel significativo en el esquema de poder, sobre todo en ciertas materias; desarrolla sus propios programas corporativos; y goza de un razonable grado de bienestar y seguridad económico-social.
La doctrina que se les imparte remacha su deber de sometimiento a la autoridad civil democráticamente legítima y las hipótesis de conflicto que manejan como corporación se corresponden con esa doctrina democrática. El “proyecto de país” está definido en la Constitución y ella da a los militares un papel relevante en su realización, papel que en los hechos puede ser ampliado cuando el manejo pragmático de la situación concreta lo exija, lo cual es entendido así por todo el mundo (como por ejemplo ocurrió con la “hipótesis de Caraballeda”).
Las modulaciones concretas de ese proyecto de país le corresponde al gobierno civil legítimo de cada quinquenio.
Me luce un esquema bastante sencillo. Si por razones de preferencias terminológicas se le quiere llamar un modelo, no veo que haya nada que objetar.
Lo que ocurre a partir de 1999 y sobre todo de algo así como el 2006, es un agrandamiento notable de la participación de los militares en el ejercicio del poder y el manejo de los negocios del Estado, lo cual puede formularse en términos más “dignos” diciendo que aumenta notoriamente su protagonismo político en la realización de un nuevo proyecto de país, que tiene a su vez como uno de sus rasgos definitorios esa misma mayor participación (la “unión cívico-militar”).
La doctrina bolivariana y antiimperialista que ahora se imparte es concurrente con ese nuevo papel protagónico, en cuanto incorpora misiones regionales e hipótesis de conflictos que de por sí tienen como efecto ese mayor papel. La Fuerza Armada tiene un carácter de primer orden en el reparto de un drama histórico de envergadura. El respaldo popular mayoritario a ese proyecto lo dota de una legitimidad democrática que borra cualquier mancha de menor nivel que en la ejecución de las cosas pudiera tener lugar.
La obediencia adquiere ahora un carácter ambiguo. Nominalmente sigue siendo a la Constitución, pero en concreto es al líder de ese proyecto de país, respaldado por la mayoría, y que es quien interpreta lo que la Constitución dice. En cualquier caso, como se ha dicho, los militares se sienten como actores de primer orden en ese drama, lo cual es corroborado por sus posiciones de poder cada vez más grandes y por su participación cada vez mayor en los beneficios materiales que esa situación propicia.
Ese sería el nuevo esquema o modelo.
Luego del fallecimiento del punta de lanza y del deshilachamiento de todo, el esquema degenera en un ejercicio bruto del poder y los negocios, que siempre puede ir desde luego acompañado por la más inflamada de las retóricas. Lo que ahora tendríamos es la nuda defensa de posiciones de poder y riqueza por parte de un sector militar con el necesario poder de mando, ya en términos de una política hiperrealista de manejo de la correlación de fuerzas políticas, internas y externas.
[1] Luis Salamanca es Politólogo, Abogado, Doctor en Ciencias Políticas. Se ha desempeñado entre otros cargos como: Rector del Consejo Nacional Electoral (2006-2009). Director del Instituto de Estudios Políticos de la universidad Central de Venezuela (2000-2006). Profesor en Derecho Constitucional, Movimientos Sociales, Teoría Política de la Universidad Central de Venezuela. Investigador Invitado al Centro de Estudios Latinoamericano de la Universidad de California, Berkeley, Fulbright, Estados Unidos.
[2] Diego Bautista Urbaneja Arroyo, es Abogado por la Universidad Central de Venezuela e Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia (2013). Entre los cargos más relevantes desempeñados, destacan: Director de El Diario de Caracas (1991-1995). Diputado al Congreso Nacional, 1999. Coordinador del Plan Consenso País de la Coordinadora Democrática para el Referéndum revocatorio de agosto del 2004. Coordinador de la Unidad de Análisis Político de la Secretaria Ejecutiva de la Mesa de la Unidad Democrática (2009-2016). Ha sido Profesor invitado de St. Antony´s College. Universidad de Oxford 1988-1989. Andrés Bello Fellow de la Universidad de Oxford 1986-1987. Profesor-Fundador de la Escuela de Estudios Políticos de la Universidad Central de Venezuela. 1973. Investigador del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central de Venezuela desde 1969 a 1999. Con numerosos libros y artículos publicados en historia política venezolana, análisis del sistema político venezolano e historia de las ideas políticas.